
Carol tenía todo lo que una mujer puede desear. A sus cincuenta años aun hacía girar la cabeza a los hombres que pasaban por su lado, la habitación más grande de su chalet hacía la función de vestidor para los cientos de vestidos que su marido, un afamado escritor de Best-sellers le regalaba todas las semanas. El la amaba hasta la médula, se desvivía por ella y padecía estoicamente su inconsistencia.
Hacía ya tiempo que la casa se había vuelto infinitamente grande para los dos, no quería molestar a su marido, que se encerraba durante horas es su estudio para escribir, de manera que deambulaba por la casa como un fantasma vigilando de manera casi obsesiva que cada cosa estuviera en su lugar y que todo permaneciese impecable. Continuamente se deshacía del personal de servicio por no ser, según ella, suficientemente competente, y no sin antes montarles una es cena con el único fin de que los ojos de sus sirvientes se llenasen de lágrimas. No es que esto le produjese especial placer, lo hacía de un modo casi inconsciente para romper con ello la monotonía de los días y regalarle a su vida una cierta intensidad.
En una ocasión Marcos, el chofer de la pareja, mientras soportaba una de las ridículas reprimendas de la señora, no se contuvo y cerrando los puños con fuerza mientras mascullaba entre dientes se dirigió a toda velocidad hacia ella y antes de darle tiempo a gritar, la beso; la beso con toda la intensidad y buen hacer de la sangre puertorriqueña podía aplicarle a un beso.
El flirteo con Marcos duró unos pocos meses, disfrutó durante una época de lo que en principio parecía la solución perfecta a una vida que con el tiempo ya no lo parecía tanto. Los juegos por los pasillos, las miradas de complicidad, los roces poco accidentales en presencia de su marido y los paseos con Marcos en el coche, le dieron un cierto estímulo durante una temporada, sin embargo, pronto la conciencia y el dolor que le causaba la ilusión con la que cada semana aparecía Eduardo con un nuevo vestido, terminaron por hacer que el sentimiento de traición fuese demasiado fuerte, de manera que terminó con su pequeño “affair”.
Marcos, amenazaba de cuando en cuando a Carol con contarle la pequeña aventura a su marido, en un principio con la única intención de proteger su puesto de trabajo, cosa que consiguió por descontado. Pero pronto se acomodó en la situación y abandonaba la cochera para pasearse por el chalet como si fuese el señor de la casa. A ella le reventaba verle paseándose de la cocina a la biblioteca (sus lugares predilectos) inflado como un pavo.
Pero esta mañana todo se quedó en poco al descubrir que el chofer se encontraba en la biblioteca engullendo un bocadillo de chorizo sobre el sillón de lectura mientras ojeaba un libró de poemas de Bukowski riéndose a carcajadas. Carol no pudo soportar la imagen, la primera sensación de impotencia pronto se transformó en un odio intenso que le cegaba.
Se dirigió hacia el casi corriendo, agarró el cuchillo con el que había trinchado el chorizo sobre la mesa de estudio, y antes de que este pudiese engullir el último pedazo de su bocadillo, se lo atravesó en la garganta utilizando para ello una fuerza casi innecesaria ya que el cuchillo se hundió completamente sin apenas resistencia, la sangre comenzó a caer sobre el cuerpo del puertorriqueño – Es increíble lo sencillo que es matar a un hombre, pensó – En ese momento y en un descuido miró a los ojos de marcos, unos ojos inyectados en sangre que le miraban fijamente.
Ese fue el final.
Hizo un nudo entre dos de los chorizos e introdujo su cabeza, ató un extremo de la ristra a una de las barandillas del balcón de la biblioteca y tras descalzarse se subió a ella. En lo alto de la barandilla y con una sola lagrima recorriéndole la mejilla pensó que no debía terminar así, que NO podía terminar así. Aunque fuese una guerra perdida ahora tenía algo por lo que luchar.
Su pie se deslizó sobre la grasa de los chorizos y se precipitó al vacío
Hacía ya tiempo que la casa se había vuelto infinitamente grande para los dos, no quería molestar a su marido, que se encerraba durante horas es su estudio para escribir, de manera que deambulaba por la casa como un fantasma vigilando de manera casi obsesiva que cada cosa estuviera en su lugar y que todo permaneciese impecable. Continuamente se deshacía del personal de servicio por no ser, según ella, suficientemente competente, y no sin antes montarles una es cena con el único fin de que los ojos de sus sirvientes se llenasen de lágrimas. No es que esto le produjese especial placer, lo hacía de un modo casi inconsciente para romper con ello la monotonía de los días y regalarle a su vida una cierta intensidad.
En una ocasión Marcos, el chofer de la pareja, mientras soportaba una de las ridículas reprimendas de la señora, no se contuvo y cerrando los puños con fuerza mientras mascullaba entre dientes se dirigió a toda velocidad hacia ella y antes de darle tiempo a gritar, la beso; la beso con toda la intensidad y buen hacer de la sangre puertorriqueña podía aplicarle a un beso.
El flirteo con Marcos duró unos pocos meses, disfrutó durante una época de lo que en principio parecía la solución perfecta a una vida que con el tiempo ya no lo parecía tanto. Los juegos por los pasillos, las miradas de complicidad, los roces poco accidentales en presencia de su marido y los paseos con Marcos en el coche, le dieron un cierto estímulo durante una temporada, sin embargo, pronto la conciencia y el dolor que le causaba la ilusión con la que cada semana aparecía Eduardo con un nuevo vestido, terminaron por hacer que el sentimiento de traición fuese demasiado fuerte, de manera que terminó con su pequeño “affair”.
Marcos, amenazaba de cuando en cuando a Carol con contarle la pequeña aventura a su marido, en un principio con la única intención de proteger su puesto de trabajo, cosa que consiguió por descontado. Pero pronto se acomodó en la situación y abandonaba la cochera para pasearse por el chalet como si fuese el señor de la casa. A ella le reventaba verle paseándose de la cocina a la biblioteca (sus lugares predilectos) inflado como un pavo.
Pero esta mañana todo se quedó en poco al descubrir que el chofer se encontraba en la biblioteca engullendo un bocadillo de chorizo sobre el sillón de lectura mientras ojeaba un libró de poemas de Bukowski riéndose a carcajadas. Carol no pudo soportar la imagen, la primera sensación de impotencia pronto se transformó en un odio intenso que le cegaba.
Se dirigió hacia el casi corriendo, agarró el cuchillo con el que había trinchado el chorizo sobre la mesa de estudio, y antes de que este pudiese engullir el último pedazo de su bocadillo, se lo atravesó en la garganta utilizando para ello una fuerza casi innecesaria ya que el cuchillo se hundió completamente sin apenas resistencia, la sangre comenzó a caer sobre el cuerpo del puertorriqueño – Es increíble lo sencillo que es matar a un hombre, pensó – En ese momento y en un descuido miró a los ojos de marcos, unos ojos inyectados en sangre que le miraban fijamente.
Ese fue el final.
Hizo un nudo entre dos de los chorizos e introdujo su cabeza, ató un extremo de la ristra a una de las barandillas del balcón de la biblioteca y tras descalzarse se subió a ella. En lo alto de la barandilla y con una sola lagrima recorriéndole la mejilla pensó que no debía terminar así, que NO podía terminar así. Aunque fuese una guerra perdida ahora tenía algo por lo que luchar.
Su pie se deslizó sobre la grasa de los chorizos y se precipitó al vacío


